A principios de marzo se me ocurrió comentar en un blog una entrada acerca de la SGAE y su mala prensa en España. Es un tema acerca del cual, en líneas generales, la mayoría estamos de acuerdo en una cosa: criticarles.
Despiadadamente, sí, y de manera sistemática, algunos. Ah, pero cada uno les crítica por distintas cosas, que resultan ser, tras quitar la morralla, las mismas, en definitiva. Y es que parece que cuando los menos versados adornamos una idea principal con florituras y hechos colaterales, la cagamos y es como pensar más rápido de lo que podemos hablar; al final te saltas los puntos de articulación que conectan una idea con otra en un afán de resumir y el resultado es un párrafo que se aleja bastante del núcleo de tu idea.
Como decía, a la SGAE se le critica, lo hacemos todos. Unos por convicción y otros por el mero disfrute de arremeter contra una entidad que hace dinero. Los que me conocen saben que soy más bien de defender a los que montan un negocio próspero, celebrar su dicha y admirarles. No le tengo miedo ni repulsa al dinero ni al beneficio particular, si viene del esfuerzo particular. Y también soy partidario de reconocer los créditos del creador de una obra: una canción, una foto, una ilustración, un cóctel...
El caso es que en mi comentario hice una infortunada alusión a un personaje casi más conocido por cuanto lo citan a diestro y siniestro que por el holocausto que dirigió. Y cómo no, saltó de todo en el interior de alguien. Seguramente otros también desaprobaran ese renglón, pero a una persona en especial le inspiró para crear una nueva entrada en su propio blog, desahogándose y centrado en ese particular punto de entre todo el comentario.
En fin, un post ya obsoleto que encontré en mi bandeja de borradores y quería limpiarla.
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