15 jun 2009

El globo


Un día, mientras un primo de mi madre corría en un maratón y fuimos todos a animarle —yo tendría 7 años— jugaba con un globo de helio que me regaló mamá (qué de regalos, ahora que lo pienso, sumándolo al trenecito!). Me hacía muchísima ilusión... Cómo podía algo ser tan bonito y que si lo soltaba volara y pudiera llegar al cielo! Desde luego no quería que se me fuera.
Entre paseos y juegos, sabía que lo tenía bien agarrado hasta que de repente, al pasar un adulto gesticulando con sus brazos, se enganchó en el cordelito y el globo se me soltó de la mano y empezó a subir sin yo poder hacer nada para rescatarlo. Solo podía ver cómo se iba, como me abandonaba y se alejaba, perdiéndose entre los rayos de un sol de pleno mes de julio en un parque de Boston... Cuando llegué a donde el resto de adultos, triste y con mi evidente congoja, a alguno no se le ocurrió más que regañarme por no tener el globo!
Era yo el que realmente estaba jodido por la pérdida y tenía que aguantar encima que el viejo de mierda ese me hiciera sentir culpable... Me dio tanta bronca!

Aún hoy en día me da coraje que me recriminen por perder algo que también a mí me han quitado sin querer perderlo.

9 jun 2009

El trenecito

De pequeño quería muchísimo un regalo, uno en particular. Como todos los niños, tenía una pequeña lista de cositas que administraba cuándo pedir; por el cumpleaños, por navidades, por algún logro extraordinario en el cole o en el equipo de fútbol sala... Pero uno en especial era el que se repetía cada cumpleaños, cada navidad. Quizás fueron solo 8 meses ó 2 años, pero a mí me parecía que llevaba siglos deseándolo. Merecía tanto respeto que me cuidaba de no malgastar las oportunidades de aceptarlo como un pequeño obsequio, dándole el real lugar que se merecía, el de regalo importante. Nada en el mundo debía poner en juego merecerlo algún día. Era un tren eléctrico. A esa edad no eres realmente consciente de que el factor económico ya lo relega al estatus de "el regalo del año". Claro que los motivos por los que mi madre lo retrasaba no eran los mismos que los míos.

Pero un día de pronto ya era un hombrecito un poco más grande, ya había hecho, al parecer, algo importante y de pronto el día llegó. No recuerdo si mi reacción fue la que esperaba mamá, no sé si mi cara fue de alegría o de miedo. De repente tenía delante mi tren eléctrico, ahí en el suelo, ya armado y listo para funcionar. Ella sabía que llegado el momento no tendría yo paciencia para abrirlo, sacarlo, armarlo y todo aquello... Así que la sorpresa incluía verlo hecho realidad, poder disfrutarlo desde el primer instante, sin dilación, sin atosigamientos —la lección de construir algo con mis manos la encarnaría en otro motivo—.
No era el tren ni las vías que yo me esperaba, ni el túnel, pero qué demonios... Al fin y al cabo qué niño sabía cómo debía ser un tren eléctrico de verdad! El tren había llegado a mí. Por fin!
No sabría contar cuánto jugué con él. Y cuánto le respeté, limpié, cuidé...

Luego el tiempo pasó, mi cuerpo sufrió cambios y mi cabeza e intereses también, pero de cualquier cosa podría deshacerme excepto del tren. Un balón, un coche (de jugete), un aparato de música, un albúm de cromos... Todo era reemplazable e incluso prescindible tras una mudanza o por su deterioro, MENOS el tren eléctrico! Eso era sagrado.
Mi abuela deseaba, llegado un punto, que me deshiciera de él de una vez, ocupaba sitio, no le dejaba limpiar con comodidad, yo ya no lo usaba tanto... Y cómo lo iba a usar si ya no me ofrecía lo que necesitaba a mi edad! Pero ya era amor lo que había entre ese tren y yo. Él no parecía darse cuenta de que yo necesitaba algo que por naturaleza (injusta, pero naturaleza al fin y al cabo) no podía ofrecerme y que yo realmente necesitaba. No eran caprichos míos, era mi cuerpo y mi desarrollo los que nos forzaban a no jugar ya apenas. Yo, por otra parte no parecía poder darle más lo que él necesitaba.
Un día me di cuenta de que en realidad el tren estaba bastante deteriorado, descolorido, con piezas faltantes, vacío... Y no me importó. Seguí queriéndolo, aunque eso no me impidió hacer lo que tocaba. Me pesó mucho deshacerme de él. En los últimos muuuuchos días del tren ni su carcasa, ni su color, ni sus piezas eran lo que habían sido. Nada de lo que yo había pedido. Y mira que lo cuidé! Pero no tendré nunca nada malo que decir de ese tren. Todo lo que recuerdo es bueno, todo fue de verdad y fue bonito.
El caso es que la simbiosis en lo físico ya no existía. ¿Fue culpa mía por crecer? ¿Acaso culpa de mi madre por regalármelo? ¿Del mismo puto tren por envejecer? De nadie.