Alexia me gustaba cuando estábamos en 1er grado del colegio, o prescolar. Tendríamos unos ¿cinco, seis años? El viernes llegaba el gran momento en la clase: ¡dibujo libre, colores! Y Alexia me sale con eso de que el cielo era de colores, muchos, a rayajos, cuando todos los niños sabíamos que todos los cielos del mundo eran una de dos:
- azul claro de día (con un sol amarillo y dos nubes blancas y discretas) o
- azul índigo de noche (con un cuarto creciente de luna blanca)... Negro, si me apuras.
- azul índigo de noche (con un cuarto creciente de luna blanca)... Negro, si me apuras.
Y Alexia sale con esas... Yo creí que sería cuestión de falta de capacidad para decidir, por lo que ¡ala, uso todos los colores y me quito de problemas! Pero ahí seguía ella, terca e incomprendida. Qué rara. ¡Y más me gustaba!
En 3er grado mamá cambió de colegio y daría clases en otro más cerca de casa, así que nos mudamos los tres de colegio, mamá, mi hermana y yo. Nunca más supe de Ágata y Alexia. Pero de grande, ya con barba, vamos, me acuerdo a menudo del cielo a rayajos de colores. Y hoy, después de la primera nevada del invierno, atardece así.